En nuestros esfuerzos por construir la fraternidad, el mal espíritu no se cansa de dificultar e impedir ese sueño de Dios. La comparación suele ser una estrategia del mal espíritu para confundirnos, engañarnos y sembrar la discordia y la división en el corazón de nuestras comunidades.
Cuando me comparo con mi hermano siempre pierdo porque la comparación trae como
resultado dos movimientos: Uno, o me creo mejor que mi hermano: “Gracias Señor porque no soy como este publicano” (Lc 18,11). O dos, sufro porque me siento menos que mi hermano, tal es el caso del hijo mayor en la parábola del Padre Misericordioso: “Hace tantos años que te sirvo (…) y ¡ahora llega ese hijo tuyo…” (Lc 15,29s.).
San Ignacio nos regala un antídoto eficaz para vencer la tentación a la comparación: “Considerar cómo Dios me mira” [EE,75]. Sólo ante el mirar de Dios, que es amar, podemos comprender nuestra más honda verdad. Acoger con paz nuestra más desnuda realidad y desvanecer con suave ternura ese mezquina tentación de compararnos con los demás. Soy lo que soy delante de Dios, nada más y nada menos. Así, el Padre Misericordioso se lo recuerda al hijo mayor que se “irritó y no quería entrar” (Lc 15,28): “hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo” (Lc 15,31).
Pidamos al buen Dios la gracia de sabernos sus hijos, nacidos de sus mismas entrañas de amor y misericordia; que sepamos ser hermanos y que no nos cansemos de intentar, una y otra vez, construir la fraternidad. Aceptándonos como somos, unidos en la diversidad. Sin división, sin resta ni confusión.