Señor, en este movimiento continuo de la vida, te siento aquí, habitando en el fondo de mi corazón, acompañándome incluso en este momento de cambio que tanto me desafía.
Hoy, después de 25 años de la llegada de Gabriel a este hogar, su barca zarpa hacia nuevos horizontes. Parte a navegar por el mundo, a vivir su vida en plena autonomía e independencia. Y mientras su corazón se llena de emoción, alegría y aventura, el mío se queda atrapado en el vacío que deja. Me duele, Señor… No sé cómo mirar este cambio sin el velo del dolor egoísta, sin quedarme atrapado mirando hacia adentro y hacia atrás, aferrándome a lo que fue.
¿Qué hago, Señor? Este momento es duro para mí… Y, sin embargo, al detenerme y escucharte, me pregunto: ¿acaso no fue para esto que lo eduqué, lo formé, lo acompañé? ¿No fue este el propósito de tantas conversaciones, de tantas noches reflexionando juntos sobre decisiones importantes? Le enseñé a ser fuerte, a caminar con prudencia, creatividad e inteligencia, a discernir y tomar sus propias decisiones con seguridad.
Hoy entiendo que cada pequeño gesto, cada instante compartido, fue parte de mi misión como papá. No traté de imponer, sino de mostrar con el ejemplo; de ser testimonio vivo, no un simple discurso. Ese es mi verdadero legado, lo que le dejo a Gabriel.
Y sí, Señor, al mirar atrás, siento paz. Durante todos estos años di lo mejor de mí. Amé con todo mi corazón, lo di todo. No me queda ni una sombra de insatisfacción. Y por eso, ahora puedo soltarlo con gratitud y confianza, porque sé que Tú lo acompañas como siempre lo has hecho.
Te pido, Señor, que sigas siendo su luz, que lo guíes cuando deba discernir y tomar decisiones cuando yo no esté con él. Yo confío en tus manos amorosas, porque sé que son más sabias y fuertes que las mías.
Gracias por su vida, Señor. Gracias por el privilegio de haberlo amado y acompañado. Y gracias también por este nuevo capítulo, que aunque duele, sé que está lleno de tu presencia.