Ni todo tiempo pasado fue mejor, ni todo tiempo presente es peor. La idealización del pasado es una trampa de mal espíritu muy sutil y frecuente en los ambientes eclesiales de hoy. El Papa Francisco ya nos alertaba sobre esta tentación en su encíclica Evangelii Gaudium en donde nos recuerda que “la realidad es más importante que la idea; porque la realidad siempre es, en cambio la idea se elabora(…) La idea desconectada de la realidad origina idealismos y nominalismos ineficaces”.
Me parece una lectura sesgada sostener que sólo los religiosos del tiempo pasado fueron realmente fieles al Evangelio y que todos los de ahora somos una traición al fundador, una desviación del carisma original y un mal intento de responder a ese mismo Evangelio. Es importante tener en cuenta que, tanto en el pasado como en el presente, Dios ha sido fiel. Porque Dios es el Señor del tiempo y de la eternidad. Tanto en el pasado como en el presente, las luz ha convivido con las tinieblas; la fidelidad, con la infidelidad; el trigo, con la cizaña y el amor, con el desamor. Cuando absolutizamos las cosas, caemos en la idealización que deviene en ideologías estériles e injustas con la historia de la vida religiosa en nuestra Iglesia.
Es una verdad obvia que los religiosos de ahora, aunque como los mismos, no somos los de antes. ¡Somos los de ahora! pues, parafraseando a San Ignacio de Loyola “el amado da al amante de lo que es, tiene, puede y viceversa». Somos los que, al tiempo presente, hemos sido llamados y convocados a encarnar nuestros carismas; lo que no significa que seamos perfectos (como tampoco lo fueron los de antes); ni peores y, menos aún mejores. Somos los que somos. Ojalá que como católicos tengamos la fe necesaria, la fidelidad suficiente y la audacia oportuna para contemplar que Dios es Dios, y que se nos da sobreabundantemente en todo y en todos; pues tanto ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre (Heb 13,8).