El viejo Dick se había dedicado a mirar hacia el nordeste, con los ojos tapizados por la inquietud de la espera. La espera -tan larga ya- del viento. Sin decirnos nada, también nos pusimos a mirar esa línea variable exacta de los horizontes marinos, de un azul tierno, donde nacen los vientos esperados y los huracanes imprevistos. Son las cinco de la tarde.
Los crepúsculos de estos lugares -cercanos ya al cabo de San Juan de Guía- son violentos, demasiado crepúsculos. No se tiene cuidado al repartir los matices y hay un exceso de rojos y violetas, que marea. Las velas de “El Paso”, nuestra goleta, no han sido arriadas. Sirven en su desmayo arrugado de testimonio de que aún esperamos. Todo ha sido lo mismo en este día. Ya nos conocemos ampliamente en nuestra simplicidad de personas sin importancia. […] En las jarcias hemos colgado nuestras ropas; pantalones azules y franelas rayadas. Están húmedos de sudor y de agua de mar. Dos líquidos amargos y salados. Todo esto le da al barco un aspecto insólito de cosa firme, de casa inmóvil y tranquila. Y sólo es el primer día de calma.
He oído referir historias y he leído en libros terribles que hay calmas eternas, de muchas horas, de días interminables. Historias escalofriantes por las que corrían redes temblorosas de hambre, estremecimientos de sed, convulsiones poeanas. Y, en fin, todos los hombres de aquellas historias y de esos libros morían de desesperación. 4 AÑOS A BORDO DE MÍ MISMO, Eduardo Zalamea Borda, Biblioteca de Literatura Colombiana, La Oveja Negra, 1985, p. 10-11
P. José Raúl Arbeláez SJ – Equipo CIRE Ampliado